Con el
cambio de siglo llegaron las novedades. En 1900, Thomas Alva Edison había
inventado la luz, con sus lámparas iluminando la noche en Nueva York y hasta un
fonógrafo que guardaba las voces del mundo. Esas noticias se conocieron en
Ibarra, y la urbe, que aún no terminaba de reconstruirse del terremoto de 1868,
se propuso también ser una ciudad moderna con su propio teatro.
.
Los
ibarreños no querían un escenario común, por lo que decidieron contratar al
mejor arquitecto de aquel entonces, el alemán Francisco Schmidt, quien
construyó el Teatro Sucre de Quito, de estilo neoclásico con frontispicio
inspirado en el Partenón griego, por pedido de la culta Marieta de Veintimilla,
sobrina de Ignacio de Veintimilla, el dictador de finales del XIX.
.
Sin
embargo, eran tiempos difíciles para el país, y los ibarreños no contaban con
los 111.000 sucres que costó el teatro capitalino, así que les quedaba otro
elemento de la modernidad: un reloj, que sería instalado en lo que ya habían
llamado El Torreón. Además, los recursos fueron destinados a construir la casa
de la Gobernación, el hospital y la cárcel, por el mismo Schmidt, quien, de
todas maneras, visitaba frecuentemente la ciudad de las paredes blancas.
.

.
Como eran tiempos de convulsión
para la Iglesia, el sacerdote no podía negarse, así que pidió consejo a su
cuñado Isaac Acosta, quien era un hábil relojero. Pero como antes los
alfaristas ya habían solicitado caballos para sus luchas armadas, mejor el
clérigo ofreció, de su propio peculio, la mitad de lo que costaba el reloj. Por
fin, después de otros periplos, en 1906 se colocó el magnífico reloj de tres
esferas de un metro de diámetro, campana para las horas y sus fracciones y con
cuerda para ocho días. Pero el cura Chávez, donador obligado de 400 sucres,
tenía un as sobre la manga de la sotana. Después de la solemne misa dijo unas
últimas palabras, con una mirada pícara: “Cuando el reloj dé las 12, se
acordarán de mí”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario