sábado, 8 de junio de 2013

Carta a mis amigos homosexuales

Cada ocasión que leo un artículo homofóbico, escrito por los supuestos machos alfa, recuerdo a mis homosexuales favoritos. El primero llegó cuando era aún niño: “Soy el Príncipe Feliz. Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la golondrina-. Me habéis empapado casi. Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor”.
 
El homosexual que escribió esto se llamaba Oscar Wilde y en su época -la victoriana donde se asustaban de los pantalones de las mujeres- fue declarado culpable de indecencia grave y encarcelado por dos años, obligado a realizar trabajos forzados. Nunca más fue el mismo. Como su personaje, murió en París a los 46 años como indigente.
Conocí otro homosexual, a los 19 años, en una biblioteca. Se llamaba Walt Whitman y me entregó memorables tardes, especialmente en el poema “Cuando supe al declinar el día”. Refiere que tuvo más emoción con su amante, en su cabaña, que cuando su nombre sonó en el Capitolio. Lo conocí por el libro traducido por Vicente Alexander, aquel prodigio que es “Hojas de hierba”, del siglo XIX. Ni qué hablar de Arthur Rimbaud.
El tercer homosexual es mi héroe: el inmortal Leonardo da Vinci. Tengo ahora en mis manos la biografía de Charles Nicholl, de aquel genio que tuvo que esconder a su amante, Andrea Salai, que -como dicen- acaso inspiró el cuadro más notable del mundo, la Mona Lisa. Recuerdo haber leído la historia de otro homosexual y genio, Miguel Ángel Buonarroti, en el libro “Agonía y éxtasis”, de Irving Stone.
Un homosexual famoso fue Platón. Es conmovedor el relato en torno de la defensa de su maestro, Sócrates, acusado de pervertir a los jóvenes y condenado a morir ingiriendo cicuta. Al filósofo, por lo demás presente por más de dos mil años, debemos la mitad de lo que es Occidente, la otra mitad es de Aristóteles, tutor de Alejandro Magno, quien por cierto también era homosexual, al igual que Julio César.
Ya que entramos en materia histórica, mi lesbiana preferida es Marguerite Yourcenar. Mi tercer libro favorito es “Memorias de Adriano”, donde el emperador hace un recuento de su vida, de sus batallas y pasiones, del arte y de la efímera gloria, pero de manera especial del dolor que le causó la muerte de su amante Antínoo. 

Un día, las taras de la homofobia serán vistas, esas sí, como una desviación del espíritu humano, como aún nos sorprenden las aberraciones contra el color de piel, religión u origen. Eso bien lo sabían los nazis.
 

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