Un momento impactante de la literatura está en el poema que Jorge
Manrique escribió para su padre muerto. Los versos, del siglo XV, dicen:
“Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte/ contemplando / cómo se
pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando”.
Epicuro de Samos sentenciaba: “La muerte es una quimera: porque mientras
yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo”.
Está la moneda en la boca del muerto para pagar a Caronte, con dirección a la
laguna Estigia. Una clave: todo está en transformación, como el cambiante río
de Heráclito, que nos revela que ya no seremos los mismos.
En el libro Atala, del Vizconde de Chateaubriand, se lee cómo los
nativos de Norteamérica acostumbraban llevar a sus muertos en sus viajes
nómadas, ante el estupor del francés que había olvidado a los suyos. Se sabe
del asombro de Siddhartha al mirar por primera ocasión un cadáver.
Está el poema ‘Despedida’, de Carlos Suárez Veintimilla. Su hermano,
enrolado en el ejército español, es abatido en Ceuta, donde aún está su
olvidada tumba. Entonces, el poeta increpa al Cristo: “¿No eres el mismo acaso,
/ el amigo de Lázaro? -¡Maestro, / si Tú hubieras estado / aquí, mi
hermano no se hubiera muerto!”.
Y la cultura popular habla: “Al rico le hicieron carroza, / al
negro un sencillo ataúd… Las calaveras todas blancas son, /
multicolores por fuera, / por dentro un solo color, / las calaveras
todas blancas son, / no importa cómo te mueras, / si solo es un
vacilón…”. Lao Tse ya lo dijo: “Diferentes en la vida, los hombres son iguales
en la muerte”.
De otro lado, los cementerios -como la sociedad misma- reflejan una
realidad cruda. Mientras que en los camposantos de los afrodescendientes, donde
estuvieron las fastuosas haciendas de los jesuitas de la época colonial, aflora
la precariedad, pero no el olvido; en los mausoleos de los Gran Cacao, con
mármol de Carrara, el esplendor de una época se resume a los helechos
abandonados, en medio de ángeles blanquecinos. En Quito, en el cementerio de
San Diego, el recuerdo de los próceres va unido al de la ‘patrona’ de los
marginados, con más visitas, claro está. Para este día, está previsto que los
‘fieles’ del ‘bajo mundo’ reciban sus buenas dosis de colada morada y guaguas
de pan. A pocos metros está la tumba del cinco veces presidente de Ecuador,
José María Velasco Ibarra que, acaso, conservará su sempiterno geranio
marchito.
Todos, en su momento, seremos pasto de la desmemoria. “¡Dios mío, qué
solos se quedan los muertos!”, tronaba el poeta Becquer. Ernesto Sabato nos
recuerda: “Las religiones son algo así como sueños metafísicos y, por lo tanto,
revelan las ansiedades más hondas del ser humano. Del hecho de que las
religiones prometen la vida de ultratumba debemos inferir, pues, que la
obsesión de la muerte es la más profunda”.
Tal vez, otra vez, es en la literatura donde podemos encontrar algo de
consuelo. Borges escribió sobre su padre: “Bruscamente la tarde se ha aclarado
/ Porque ya cae la lluvia minuciosa… La mojada / Tarde me trae la voz, la voz
deseada, / De mi padre que vuelve y que no ha muerto”. (O)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/las-calaveras-todas-blancas-son
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