En el prólogo de
El nombre de la rosa, Umberto Eco recuerda que -buscando el manuscrito perdido
en las librerías de viejos de Buenos Aires- se encontró que “un erudito -que no
considero oportuno nombrar- me aseguró (y era capaz de citar los índices de
memoria) que el gran jesuita nunca habló de Adso de Melk”.
En las
apostillas de la obra, ante la insistencia, reconoció: “El mundo construido es
el que nos dirá cómo debe proseguir la historia. Todos me preguntan por
qué mi Jorge (de Burgos) evoca, por el nombre, a Borges, y por qué Borges es
tan malvado. No lo sé. Quería un ciego que custodiase una biblioteca, me
parecía una buena idea narrativa, y biblioteca más ciego solo puede dar Borges,
también porque las deudas se pagan”. Eco leyó Ficciones a los 20 años y quedó
maravillado.
El nombre de la
rosa, uno de los mayores libros del siglo XX, del recientemente fallecido
escritor italiano, tiene deudas con Borges. Léase, por ejemplo, de este último
los cuentos La biblioteca de babel y más La muerte y la brújula donde se
encontrarán las claves. Pero el propósito de este artículo, que es un homenaje,
no va por esa línea y no es lícito pecar de erudito.
Teodosio Muñoz
Molina, en un ensayo, comenta que en La muerte el asesino es más listo que el
detective, que paga esa pedantería con su vida (triunfa el Bien no contra el
Mal sino sobre la Soberbia); en cambio en El nombre el criminal es soberbio,
alguien diabólico y astuto (además de ser docto y donde el Bien triunfa sobre la
Soberbia).
El tema es
arduo: habla de la soberbia intelectual, que está representada por Jorge de
Burgos, quien protegía a toda costa el perdido volumen de Aristóteles donde,
supuestamente, hablaba de la risa. Esto nos lleva a una situación paradojal:
solo la risa puede -como si fuera la caída de una estatua- derrumbar a la
soberbia. (Eso nos recuerda a la torre de Babel y el intento de desafiar a los
dioses).
Eco en una frase
lo señala: “El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la
arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la
duda”. En un diálogo, casi al final, Guillermo de Baskerville dice a su pupilo
Adso: “Sí, porque el Anticristo puede nacer de la misma piedad, del
excesivo amor por Dios o por la verdad, así como el hereje nace del santo y el
endemoniado del vidente… Quizá la tarea del que ama a los hombres consista en
lograr que estos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la
única verdad consiste en aprender a librarnos de la insana pasión por la
verdad”.
Obviamente,
Borges no era un soberbio y sí, acaso, un cínico juguetón. Quizá, al final de
sus días, en el poema ‘La fama’ se puede advertir su profunda sencillez, cuando
dice haber sido Alonso Quijano y no atreverse a ser Don Quijote, o ser ciego y
argentino (algo que nadie ha podido definir). “Ninguna de esas cosas es rara y
su conjunto me depara una fama que no acabo de comprender”. Einstein decía: “El
que se erige en juez de la verdad y el conocimiento es desalentado por las
carcajadas de los dioses”. Y San Agustín, tema de la tesis de Eco, advertía:
“La soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece
grande, pero no está sano”. (O)
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