Aquí una perla: “Los
tradicionales aucas sanguinarios y salvajes se autodenominan huaoranis, que son
pueblos ya civilizados. Tan civilizados que poseen ejércitos: el de los iwias y
los arutam”. Pertenece a Judith Carrión Cabrera, Educación Ambiental
(Perspectivas para el año 2000) pp. 185. Universidad Técnica Particular
de Loja, 1995. Tan poco conocemos de la Amazonía que, entonces, es preferible
compartir un mito shuar, que, como fundacional, nos recuerda a Ícaro.
Etsa miraba desde arriba de
las montañas las largas caminatas de los shuar por la selva, en medio del
follaje que los ocultaba y los devolvía a sus ojos como si fueran mínimas
hormigas desbrozando las sendas, mientras las ramas se estremecían con sus
andares.
Etsa avistaba los
sufrimientos de los shuar cuando hacían los largos recorridos, cuando abrían
las trochas, cuando cruzaban los caudalosos ríos, cuando se detenían en un
claro a tomar aliento. Etsa se compadeció...
Decidió otorgarles alas a
los shuar para que, remontándose de los suelos, se burlaran de esos caminos que
se perdían en cuanto ponían sus pies. Para que volando les resultara más cómodo
y ligero el viaje. Sin embargo, Etsa tenía sus dudas. Por esto, para comprobar
la obediencia de los shuar, llamó a Kújancham y lo levantó del suelo. En su
espalda le pegó dos alas con cera y le advirtió:
-No levantes el vuelo hasta que la cera se
haya secado definitivamente y por ningún motivo te aventures cuando esté el
Sol, porque debes permanecer en la sombra. Así habló Etsa y un hormigueo
extraño se instaló en la espalda de Kújancham al comprobar sus recias alas.
Acaso por este nuevo sentimiento, en cuanto
Etsa se marchó, lo primero que hizo Kújancham fue irse donde su novia para
alardear de su nueva condición de hombre aéreo. Llegó por encima de la chacra y
la llamó fuertemente mientras aleteaba y una sonrisa de satisfacción se
instalaba en su cara. Se remontaba en los aires, hacía piruetas, daba dobles
rizos como si en verdad fuera un pájaro enorme.
-¡Hey! Mírame lo que hago, hermosa.
Mientras otra vez se elevaba por los aires
silbaba:
¡Shuishui!, y sus alas brillaban en medio de
los árboles.
La muchacha se quedó mirando
fascinada y se dijo que Kújancham no era cualquier shuar. Así estuvo
revoloteando Kújancham toda la noche hasta que decidió realizar más travesuras.
Quiso ir hasta la Luna y jugar con ella como si fuera una enorme bola. Al
intentar atraparla se le quemaron las manos y la Luna se quedó con unas manchas
que hasta ahora persisten.
Kújancham bajó nuevamente a
enfrentarse al alba. Tomó nuevos bríos y surcó el espacio por encima de los
ríos serpenteantes y se burló de las copas de los árboles. Por una montaña
lejana comenzó a salir el Sol. Kújancham seguía en sus vuelos. Los rayos
alcanzaron la cera de las alas y cuando Kújancham se dio cuenta ya era un shuar
con las plumas deshechas cayendo en picada.
Por la acción de Kújancham,
Etsa maldijo a los shuar y les privó de tener alas.
Ahora, cuando Etsa sale, aún
observa las largas caminatas de los shuar por los laberintos de la selva y eso
como si solo tuvieran el recuerdo de unas plumas.
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