Se sabe, que el nacimiento de los grandes periódicos
norteamericanos -muchos de ellos desde una vertiente sensacionalista- fue una
disputa no necesariamente desde los postulados positivos de la comunicación: el
servicio a una comunidad, no solo para que esté informada sino para generar
procesos de transformación que permitan entender nuestro entorno y el mundo.
La génesis de ese periodismo, hay que decirlo, inició
en la disputa de dos visiones, tras los acontecimientos falsos del hundimiento
del barco USA Maine, que dio inicio a la guerra hispano-cubano-norteamericana
iniciada en los titulares. Sin esperar el resultado de una investigación, la
prensa sensacionalista de William Randolph Hearst publicaba al día siguiente el
siguiente titular: “El barco de guerra Maine partido por la mitad por un
artefacto infernal secreto del enemigo”. Algunos documentos desclasificados
hacen suponer la polémica hipótesis que fueron los propios estadounidenses
quienes estuvieron atrás de los hechos para tener un pretexto de invasión. Al
final, España perdió y Cuba quedó bajo su tutela. Fue una guerra que se libró
en los titulares a finales del XIX.
De esa experiencia, del abuso del poder
comunicacional, nos queda la película Ciudadano Kane, dirigida por Orson
Welles, que retrata al inescrupuloso dueño de un medio que, por asuntos de
ventas, puede inventarse cualquier cosa. El otro que enfrentaba al
sensacionalista era Joseph Pulitzer, que nos legó los premios y una actitud del
periodista hacia la búsqueda de la verdad y la excelencia.
Estos orígenes, a veces controversiales, no deberían
ser aplicados en la realidad actual, no solo porque aparentemente estamos bien
informados, sino porque la comunicación, como todas las profesiones, requieren
de una ética. Si un médico diagnostica mal a un paciente, este muere; si un
comunicador desinforma, no solo que puede causar una catástrofe, sino que
inocula falsedad a la sociedad que dice servir.
En un país donde algunos se ufanan de no precisar
asistir a las universidades para entender el oficio, están los periodistas de a
pie que requieren urgentemente salir de esa noticia de micrófono para pasar a
contextualizar la realidad, a mirar con objetividad. Esto, acaso, vaya
acompañado de un elemento casi olvidado: la curiosidad. Pero nada de eso es
posible sin lecturas y, hay que decirlo, los periodistas -convertidos en una
suerte de Robocop, porque toman fotos, suben la noticia a redes y hacen
informes- casi no leen.
Gabriel García Márquez, el premio
Nobel de Literatura, cuando inició el “mejor oficio del mundo” lo hizo como un
simple reportero corriendo con su libreta -siempre desconfió de la grabadora-
atrás de un hecho. Un día, en Cartagena, supo la historia de Sierva María
mordida por un perro rabioso, en la época colonial. Ese suceso -transfigurado
en literatura- le sirvió para en 1994 escribir el libro El amor y otros
demonios. Obviamente, como Cervantes, el Gabo leía hasta los papeles de las
calles. (O)
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