jueves, 1 de octubre de 2015

Ciudadano Kane y Robocop

Se sabe, que el nacimiento de los grandes periódicos norteamericanos -muchos de ellos desde una vertiente sensacionalista- fue una disputa no necesariamente desde los postulados positivos de la comunicación: el servicio a una comunidad, no solo para que esté informada sino para generar procesos de transformación que permitan entender nuestro entorno y el mundo.

La génesis de ese periodismo, hay que decirlo, inició en la disputa de dos visiones, tras los acontecimientos falsos del hundimiento del barco USA Maine, que dio inicio a la guerra hispano-cubano-norteamericana iniciada en los titulares. Sin esperar el resultado de una investigación, la prensa sensacionalista de William Randolph Hearst publicaba al día siguiente el siguiente titular: “El barco de guerra Maine partido por la mitad por un artefacto infernal secreto del enemigo”. Algunos documentos desclasificados hacen suponer la polémica hipótesis que fueron los propios estadounidenses quienes estuvieron atrás de los hechos para tener un pretexto de invasión. Al final, España perdió y Cuba quedó bajo su tutela. Fue una guerra que se libró en los titulares a finales del XIX.

De esa experiencia, del abuso del poder comunicacional, nos queda la película Ciudadano Kane, dirigida por Orson Welles, que retrata al inescrupuloso dueño de un medio que, por asuntos de ventas, puede inventarse cualquier cosa. El otro que enfrentaba al sensacionalista era Joseph Pulitzer, que nos legó los premios y una actitud del periodista hacia la búsqueda de la verdad y la excelencia.

Estos orígenes, a veces controversiales, no deberían ser aplicados en la realidad actual, no solo porque aparentemente estamos bien informados, sino porque la comunicación, como todas las profesiones, requieren de una ética. Si un médico diagnostica mal a un paciente, este muere; si un comunicador desinforma, no solo que puede causar una catástrofe, sino que inocula falsedad a la sociedad que dice servir.

En un país donde algunos se ufanan de no precisar asistir a las universidades para entender el oficio, están los periodistas de a pie que requieren urgentemente salir de esa noticia de micrófono para pasar a contextualizar la realidad, a mirar con objetividad. Esto, acaso, vaya acompañado de un elemento casi olvidado: la curiosidad. Pero nada de eso es posible sin lecturas y, hay que decirlo, los periodistas -convertidos en una suerte de Robocop, porque toman fotos, suben la noticia a redes y hacen informes- casi no leen.

Gabriel García Márquez, el premio Nobel de Literatura, cuando inició el “mejor oficio del mundo” lo hizo como un simple reportero corriendo con su libreta -siempre desconfió de la grabadora- atrás de un hecho. Un día, en Cartagena, supo la historia de Sierva María mordida por un perro rabioso, en la época colonial. Ese suceso -transfigurado en literatura- le sirvió para en 1994 escribir el libro El amor y otros demonios. Obviamente, como Cervantes, el Gabo leía hasta los papeles de las calles. (O)


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