Era
entonces, perdón la infidencia, un aprendiz de periodista que tomaba el
transporte Paquisha, en La Marín y sus guatitas, para dirigirme –tras una hora
o más de viaje- hacia el sector de El Condado, donde revisaba las noticias
internacionales. Mientras miraba de reojo a la ciudad pasar, esa urbe llena de
graffitis de los años 90, leía con atención unos libros prestados: los tres
tomos de Memorias del Fuego, de Eduardo Galeano.
En
clases ya habíamos leído Las venas abiertas de América Latina y junto con los
textos de Agustín Cueva –desde su profunda visión de rechazo a la mentalidad
colonial-, los futuros periodistas nos preparábamos a enfrentar el ancho mundo.
Galeano, como Cortázar, nos hablaba como un amigo. Pasarían los años y lo miré,
por primera vez a lo lejos, en una conferencia sobre las otras palabras en la
fría Bogotá. Dotado de una prosa poética y textos sugerentes, el autor nos
mostraba las entrañas de nuestra América.
Nos
revelaba, como por ejemplo en Patas arriba, la herencia africana en la pintura
mundial, de Picasso a Klee. Nos decía cómo ese arte ha sido ninguneado por el
racismo. Sin embargo, fue el prólogo de Memorias del Fuego el que caló tan
profundamente para que decidiera, en mi futuro de historiador, rechazar
escribir un libro sobre algunos alcaldes del centro del país y decantarme por
la mitología de este país entrañable.
Después
vendrían otros de sus textos: El libro de los abrazos y más recientemente
Espejos. Mi homenaje, entonces, es volver a releer esos dos párrafos que
cambiaron mi vida. Gracias Galeano, por seguir caminando por las laberínticas
calles de nuestro continente profundo.
“Yo
fui un pésimo estudiante de historia. Las clases de historia eran como visitas
al Museo de Cera o a la Región de los Muertos. El pasado estaba quieto, hueco,
mudo. Nos enseñaban el tiempo pasado para que nos resignáramos, conciencias
vaciadas, al tiempo presente: no para hacer la historia, que ya estaba hecha,
sino para aceptarla. La pobre historia había dejado de respirar: traicionada en
los textos académicos, mentida en las aulas, dormida en los discursos de efemérides,
la habían encarcelado en los museos y la habían sepultado, con ofrendas
florales, bajo el bronce de las estatuas y el mármol de los monumentos.
Ojalá
Memoria del Fuego pueda ayudar a devolver a la historia el aliento, la libertad
y la palabra. A lo largo de los siglos, América Latina no solo ha sufrido el
despojo del oro y de la plata, del salitre y del caucho, del cobre y del
petróleo, también ha sufrido la usurpación de la memoria. Desde temprano ha
sido condenada a la amnesia por quienes le han impedido ser. La historia
oficial latinoamericana se reduce a un desfile militar de próceres con
uniformes recién salidos de la tintorería. Yo no soy historiador. Soy un
escritor que quisiera contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda
América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada y entrañable:
quisiera conversar con ella, compartirle los secretos, preguntarle de qué
diversos barros fue nacida, de qué actos de amor y violaciones viene…”. (I)
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