Hace tiempo, el dios del trueno había hablado y su
nombre era Baal. El muchacho, frente al monstruo, recordó a un hombre que
conversó a solas con un dios ajeno cerca de la montaña. No matarás, era uno de
sus postulados.
Respiró las cercanas olas y sus propios preceptos. El
antiguo mar de sus mayores era una certeza, ahora lejana. Pensó en aquellos
hombres que guerrearon en la distante costa bajo la égida de una promesa y de
una deidad nacida en el desierto.
A su memoria llegaron los antiguos viajes, el
comercio, la designación que les dieron los griegos. Pensó en la palabra helena
phoenix o púrpura. Recordó que el poeta Homero llamó a su pueblo ‘los de la
púrpura’, porque inventó el tinte del molusco murex, abundante en el litoral,
donde sus mayores pescadores divisaron el mundo. Intuyó los innúmeros pueblos
que atravesaban su propia voz. Entre tanto, el engendro -de colores metálicos-
se aproximó un poco más.
A su memoria llegó el fenicio Goliat derribado por una
honda del minúsculo David. Las palabras de Samuel retumbaron: ¡Goliat, de Gat,
que tenía seis codos y un palmo…! Pensó en una batalla improbable donde la
suerte de dos ejércitos se decide por un combate de dos hombres. Regresó a
mirar su tierra ocupada, desde hace décadas. A su mente vino el nombre que
habían dado sus hermanos a su propio holocausto: nakba. Sin remordimiento,
recordó también la shoá, cuando hombres de luengas barbas perecieron ante el
fuego, en lugares distantes, oscuros, con olor a carne quemada.
A sus labios acudió el poema de Mahmud Darwish: “Aquí,
en la falda de las colinas, ante el ocaso / y las fauces del tiempo / junto a
huertos de sombras arrancadas, / hacemos lo que hacen los prisioneros / lo que
hacen los desempleados: / alimentamos la esperanza”. Descreyó de los pueblos
elegidos por Dios, una deidad nacida en el desierto que, curiosamente, cobija a
tres religiones.
Sin embargo, como un viento llegó el rumor de Soco, la
alianza de Saúl con Judá, los amalaquitas, el silencio de los sicomoros. A la
distancia, otra filistea vino a su memoria: Dalila (la noche, en hebreo)
venciendo a Sansón (el Sol, según los caldeos), que tenía trenzas doradas. Pero
el monstruo había devorado a tantos niños.
Nuevamente pensó en el padre de David, Isaí. La
indignación del pequeño muchacho ante sus hermanos que, sirviendo al ejército,
no aceptaron el desafío. La voz portentosa de Goliat exclamando que si lo
vencían abandonaría esas tierras.
Pero frente al engendro del infierno la historia -así
lo creyó- podría tener otros designios. Él, en verdad, era el pequeño David, en
su tierra quebrada, cercada por los altos muros. Desplazó la honda y esperó la
embestida… A sus pies, un reguero de piedras anunciaba perdidos combates.
Desde el tanque, Moshé, el hijo del rabino, dijo a su
compañero: Puedes creer Isaac, el muchacho palestino apenas se movió.
El joven no logró concluir el poema de Darwish:
“Los soldados calculan la distancia entre el ser / y la nada / con la mirilla
del tanque”.
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