Debemos a los escritores la
creación de nuestra entrañable y verdadera América. A Juan Rulfo, por esa
Comala donde los muertos andan por el pueblo; a Onetti, su Santa María con
plaza cuadrada; a Julio Cortázar, esa añoranza del barrio latino; a Borges, el mítico
Buenos Aires de parras y aljibes, y a García Márquez, un Macondo donde sus
habitantes inauguran el Paraíso y la estirpe de los Buendía es leída desde los
pergaminos de Melquiades.
Ahora, imaginemos a la muerte en
estos lugares sorprendentes. No en el ritual griego, donde colocaban al cadáver
la moneda para el pago del barquero de la laguna Estigia. No en el texto,
maravilloso por cierto, de Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre:
Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se
pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando… En definitiva, no
pensemos en esa muerte, esa expiación de culpas, tan cara al barroco y donde
los condenados esperan por siglos. No, imaginemos al Gabo de parranda en
Macondo.
En el prólogo de Doce cuentos
peregrinos, Gabriel García Márquez relata que la primera idea para esta obra se
le ocurrió después de un sueño esclarecedor que tuvo, tras vivir 5 años en
Barcelona. Soñé, nos dice, que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando
entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con ánimo de fiesta.
Todos parecían dichosos de estar juntos, pero de manera especial él, por esa
oportunidad que le daba la muerte por encontrarse con sus amigos queridos de
América Latina. Cuando, poco a poco, comenzaron a irse, Gabo relata que él
también quiso acompañarlos, pero uno de ellos le advirtió severamente que para
él todo se había terminado: “Eres el único que no puede irse”, me dijo. Solo
entonces comprendí, dice el escritor, que morir es no estar nunca más con los
amigos.
Ahora, enfundado en su traje de
lino blanco –el liquiliqui- y con flores amarillas, Gabo asciende en cuerpo y
alma, como Remedios La Bella, al amado pueblo de su infancia, Aracataca, donde
le esperan sus mayores quienes le siguen contando cuentos. Y allí mismo está su
abuelo, el verdadero coronel Márquez, para llevarlo nuevamente a conocer el
hielo. Sí, porque –como se lee en el Coronel no tiene quien le escriba- también
llega Rafael Escalona para irse de parranda por toda la eternidad. Porque esa
es la bendita suerte de la literatura: el coronel Aureliano Buendía acaba de
terminar otro pescadito de oro y la canción se vuelve interminable: Mariposas
amarillas, Mauricio Babilonia / Mariposas amarillas que vuelan liberadas…
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