En el siglo XVI, al fray Damián de Avendaño y Gamboa, prior del convento de Santo Domingo, le llegó una carta con unas semillas que alterarían a la ciudad.
Las noticias de los portentos del Nuevo Mundo llegan más rápidas que la pólvora. Se dice que hay una fruta llamada guanábana que es superior a la manzana y que su pulpa blanca -por más que se coma- no hace daño ni empacho. Por cartas, Gonzalo Fernández de Oviedo, habla del mamey y de la olorosa piña. Cuando se prueba el níspero, dice, queda en la cabeza zumbando un aroma que no el almizcle iguala. Cree que es la mejor fruta hasta que conoce a la dorada piña, y no halla palabras que merezcan sus virtudes.
Esta supera a todas, sentencia,
como las plumas del pavo real resplandecen sobre las de cualquiera. Aún no
se han pintado los fastuosos cuadros de la escuela quiteña, describiendo los
prodigios de las frutas del Nuevo Mundo, pero todos hablan de esos portentos de
la naturaleza, que florecen hasta sin cuidados.
Una anciana mujer, desde el
puerto de Cádiz, ha traído con cuidado -desde sus heredades valencianas- un
tesoro para enviarle a su hijo, a quien no ha visto hace años. Su hijo, Damián,
ha cruzado el tenebroso mar, y después el mar de Balboa, hasta llegar a
Santiago de Guayaquil, allá por el año de 1578.
Con ternura, escribe
palabras perfumadas de lágrimas, contándole del niño que era en la villa de
Cestona, allá en Guipúzcoa. Después regresa a ver y acerca sus manos como si con
el postrer beso enviara también una bendición que pudiera burlar las
distancias. Torna a mirar, por si la estuvieran espiando. Después, con celo,
introduce esas diminutas joyas: son siete humildes pepitas de naranjo, que
deben llegar a un remitente en Guayaquil: fray Damián de Avendaño y Gamboa,
prior del convento de Santo Domingo, pero más que eso, su hijo.
Tras largos meses de
travesías y burlando los calores y los mosquitos, la carta llega a su destino.
Tras abrirla y leer con profusión las amadas líneas, las semillas son
encontradas y contempladas como si se tratara de un prodigio. El prior no cabe
de dicha al sembrar en el jardín del convento dominico ese precioso don que
significa compartir las frutas venidas de allende el mar en carabela. Mientras
riega las plantas piensa con qué orgullo repartiría las primeras frutas y
después -con algo de vanidad- anhela que, acaso, su nombre se perpetuará con el
recuerdo de esta hazaña. Sí, como ya se oye el nombre del franciscano fray
Jodoco Ricke, quien introdujo el trigo en Quito y fue el primero en celebrar
misa, con hostias hechas a la usanza del Viejo Mundo.
Desde que piensa en ese
prestigio, no deja que nadie se acerque a los naranjos, que han encontrado una
tierra más fértil que de donde vinieron. Con celo, a veces con temores
infundados, el fray vigila sus siete plantas que aparecen lozanas. Anda
por el convento, un mulatillo -como le dicen- llamado Martín, hijo de un
español de abolengo, caballero de Alcántara, y de una guapa negra liberta de
Panamá, de nombre Ana Velásquez. Su tutor es Mariano de la Hoz y el mozuelo
parece una ardilla dentro del clerical recinto. Leguito morenilla, también le
nombran, pero con cariño. Tañe campanas, enciende cirios, reza novenas, recoge
limosnas, remienda los hábitos de los frailes y, de cuando en cuando, espía a
fray Damián regando sus naranjos.
Una mañana, víspera de Santo
Domingo, se escucha un escándalo. El padre Damián, quien parece poseído por una
legión de demonios, lanza injurias y amenazas y levanta las manos al cielo. La
comunidad acude presurosa. Entre gritos entrecortados saben la causa: uno de
los siete primorosos naranjitos ha sido robado del jardín.
El truhán, no cabe duda, es
alguien que pretende defraudar los legítimos derechos de primacía de fray
Damián de Avendaño y Gamboa, más aún cuando la planta ha sido sacada en un
cuadrado perfecto conservando sus raíces para que no sufra el posterior
trasplante, en otro sitio de Guayaquil. Lo que más le preocupa al clérigo es
que, acaso con esta alevosa afrenta, no será el primero en probar las delicias
de las primeras jugosas naranjas.
Oiga padre Naranjo, perdón,
padre Damián, dice el padre Melchor de Mendiola, aproveche que ahora sube al
púlpito para arengar contra el villano, ladrón de la mata de naranjos. Desde el
púlpito se escucha las fulminaciones del fray ultrajado, quien ofrece la
excomunión a los autores, cómplices y encubridores del hurto de su arbolillo. Y
más, un reservado especial en la profundidad del infierno a quien oculte
noticias del suceso, que se sospecha es parte de una confabulación de los
propietarios de las fincas cercanas que se han enterado de portentoso secreto.
Eso sí, un generoso perdón y absoluta reserva a quién, en cambio, confiese la
culpa o denuncie a los pérfidos.
Hace poco ha pasado la
fiesta del patrono y no hay rastros ni olor de naranjos. El sacerdote descansa
en su celda y muerde su ira. Alguien se acerca en actitud humilde. Es el lego
Martín, quien habla:
Reprima la cólera, bondadoso fray Damián, por lo del naranjito. Con
humildad, le digo, que por una disposición que viene de lo Alto, la dicha
planta ha sido transportada al cerro del Carmen, que nos da abrigo y sombra.
Allí permanecerá y quienes lo encuentren se regocijarán de su fragancia,
recordando -eso sí- vuesa Paternidad, por hacer conocer tan magnífico fruto en
estas tierras de América.
Pero no se preocupe, será de sus seis naranjitos, de rosados vientres,
de donde saldrán miles de semillas que se engendrarán en estas heredades,
salvando distancias y edades, por estas tierras de generosos ríos. El cielo no
permitirá que el séptimo naranjo produzca hasta el año que su merced tenga su
cosecha. Además, viva seguro porque el naranjo del cerro no contendrá jamás
semilla y únicamente podrá comerse al pie del árbol, porque así acordado está
con la Suma Sapiencia.
Fray Damián escucha atónito
el vaticinio del leguito Martín y, sin saberlo, se encuentra abrazado con sus
ojos llenos de lágrimas. Los cronistas cuentan que tal árbol existió y que los
abuelos y abuelas solían acudir hasta el cerro del Carmen y se encontraban con
una fragancia sin igual, que emanaba de tan asombroso naranjo. Después de
saborear su fruta, corrían para dar aviso, pero al volver o no hallaban el
sitio preciso o simplemente había desaparecido. ¿Quién era el lego Martín? No
era otro que Martín de Porres, el primer santo mulato de América quien apagaba
los incendios con su mirada y a quien el obispo de Lima le tenía prohibido
tantas hazañas aunque no pudo impedir que viajara en una leyenda para hacer un
milagro también en Guayaquil.
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/cultura/7/el-arbol-de-naranjo-encantado-un-mito-originado-en-guayaquil
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