En un grafiti de Quito, de los 90
del siglo pasado, se podía leer: ‘Busco socio gringo para patentar la chicha’.
Una muestra del poco interés de los ‘nacionales’ por su propia gastronomía. De
hecho, los alimentos -muchos de ellos de la vertiente indígena, como la tripa
mishqui o yahuarlocro- han padecido, como los pueblos originarios, de racismo.
La comida, como muchos temas que
conforman la cultura de un pueblo, es un potente símbolo para entender su
identidad. Se lee, por ejemplo, en Huasipungo, que el patrón ‘regala’ una vaca
muerta a los indios, quienes, a la postre, terminan intoxicados. Hay que
decirlo: aún los ecuatorianos tenemos vergüenza de nuestra riqueza culinaria,
como lo tenemos de nuestra música (ahí está el caso de Delfín Quishpe) porque
siempre hemos tenido la visión de ‘blanqueamiento’, en otras palabras: de ser
lo que no somos, como nos recordaba José Martí. Siempre me causaba gracia,
durante las toreras Fiestas de Quito, esos aires españoles de paella, bota de
vino (que pocos, en verdad, saben cómo tomar), el cante jondo y hasta habanos
(que algunos absorbían como un pitillo). Porque en el tema gastronómico, donde
la fritanga quedaba a un lado, también es posible analizar los imaginarios que
se construyen.
No es casual, aunque casi nadie
lo nota, que en las panaderías de barrio aún hay el pan cholo, el pan mestizo,
la chola de Guano y nuestros cachos (en los centros comerciales se llaman
croissant). Curiosamente, hablando de panes, el de Ambato fue una idea de un
cura en la época colonial quien se quejó amargamente de las piezas de pan y
hasta envió diseño de hornos para paliar el problema.
Esto a propósito de la iniciativa
privada de Mesabe (a ecuatoriano) donde se recoge a las ‘huecas’, un trabajo
que anteriormente fue emprendido por varios ministerios e impulsado por las más
variopintas instituciones que, ahí sí, no distinguen fervores políticos. Y eso
es absolutamente bueno para el país. Mesabe es una apuesta de lo que somos y
tratado con un marketing adecuado que incluye sitio web, algo que algunos
gestores culturales aún no asimilan.
Un ejemplo positivo fue la
exposición de las ‘huecas’ -y el libro en un estilo popular- que se promovió
desde el Centro de Arte Contemporáneo de Quito, en el antiguo Hospital Militar.
Fue una experiencia para conocernos, en una iniciativa de la anterior
administración municipal que esta -ya que el tema de comida no debería tener
banderas partidistas- debería replicar. En el prólogo, por ejemplo, se señala
que muchas de las huecas quiteñas tienen el cuadro de la Última Cena como
abrebocas. Y en estos espacios está -además- la iconografía popular. Este
diario publicó una serie de nuestros sabores que debería continuar.
Ahora, con la gran
calidad y profesionalismo de los chefs ecuatorianos estamos a punto de
dar el salto que Perú lo hizo de la mano de Gastón Acurio. Tal vez solo
deberíamos entender primero que nuestra gastronomía -muchas veces ninguneada-
no le pide favores a nadie. Y esto lo digo imaginándome el cevicangre de Vuelta
Larga, en Esmeraldas, rociado con limón y acompañado de verde. Pero esa es otra
historia. (O)
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