Una de las figuras que los antiguos griegos
encontraron contra los ambiciosos (los peligrosos para el Estado) era el
ostracismo. Se reunían los más sabios y le entregaban una ostra -de allí la
palabra- y el, ahora sí desdichado, tenía que abandonar su tierra durante diez
años. En ese lapso, se suponía, su riqueza mermaba por lo que regresaba
tranquilo a una comunidad que, a esas alturas, había olvidado su codicia.
Ese destierro obligado servía para preservar la
equidad en una comunidad que había encontrado esta fórmula contra las personas
que se afanaban en esquilar al prójimo, obviamente con la respectiva
explotación. En sus orígenes, esa expulsión no era para los políticos, sino
para los ricos excesivos.
Esa ostra no era otra cosa que un pedazo de terracota,
en forma de concha, donde se escribía el nombre de aquel ciudadano que, después
de una votación, sería expulsado. De hecho, se han encontrado muchos restos de
estas prácticas en lugares cercanos al Ágora, en la sabia Atenas.
Otra de las enseñanzas que nos dejó ese mundo es la
palabra oligarquía, que significa literalmente ‘gobierno de unos pocos’. La
definición es la siguiente: “La oligarquía es un sistema político o una forma
de gobierno en la que el poder se concentra en un pequeño grupo que pertenece a
la misma familia, al mismo partido político o al mismo grupo económico. Este
pequeño grupo controla las políticas sociales y económicas en favor de sus
propios intereses”.
Estos grupos monopolizan no solamente el poder
económico y social, sino también el poder cultural. En otras palabras, dictan
las normas de comportamiento. Imponen costumbres y, hay que decirlo, en capas
que buscan un ascenso social, no exento de ridiculez y arribismo, son sus
referentes. Siempre causan hilaridad, por decir lo menos, esas familias que, a
toda costa, quieren encumbrarse en la ‘alta sociedad’, en el sitio de la ‘gente
bien’, como se decía en la franciscana Quito. Esa misma clase que despreció a
Carlota Jaramillo cuando cantó por primera vez en el teatro Sucre, con su voz
de alondra. Ni qué hablar del cholo Julio Jaramillo.
Si algo nos deben las ciencias sociales es el estudio
de los ricos. No me refiero -porque los hay- a quienes han labrado su bonanza
con ímpetu e innovación, sino a esos ricos que han sido comejenes de este país.
Basta recordar las grandes fortunas que se amasaron desde la época colonial o,
más tarde, cuando los Gran Cacao tenían haciendas del tamaño de la actual
provincia de Los Ríos, en poder de una sola familia.
Jorge Enrique Adoum nos dejó una frase: “En este país,
para ser feliz tienes que serlo a costilla de alguien. Por eso, en este país,
para ser feliz, tienes que ser un canalla”. El debate que se instala ahora es
muy profundo, es como la época de la reforma agraria cuando los hacendados
-aquellos que vendían sus tierras con indios incluidos- aún se aferraban al
látigo. De allí la urgencia del cambio de la matriz cultural. No basta la
transformación de la matriz energética. Un país poco instruido es fácil presa
de que lo engañen. Un país que no lee prende la ‘tele’ para ver la última
novela, mientras come canguil.
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