En
este mes la provincia de Imbabura celebra tres fiestas cívicas de
fundación: Otavalo, Cotacachi e Ibarra. Las dos primeras rememoran a las
chichas del yamor y la jora, respectivamente. Ibarra, en cambio, se
prepara con cacerías al zorro y pregones. Las tres ciudades han olvidado
a sus antiguos habitantes: los caranquis, quienes poblaron desde
Guayllabamba hasta el Valle del Chota, del 500 al 1500, de nuestra era,
antes de las invasiones incas y españolas, en el siglo XVI.
¿Quiénes
eran estos pueblos? Retrocedamos, entonces, unos cinco siglos: Desde el
centro ceremonial de las tolas los caranquis agradecen al más sabio de
los montes, el dios Taita Imbabura, por el prodigio de las cosechas de
maíz. Hay fiesta en el aire y los danzantes llegan al sonido de los
pututus (strombus), ocarinas y rondadores.
Desde
hace miles de años -de mano en mano- han domesticado al maíz, y ese
colorido esplendor está presente un poco más lejos, en el mercado o
tiánguez, en el sector de Salinas. Un mindalae o comerciante camina por
entre los sitios dispuestos y le ofrecen chicha, elaborada con semillas
diversas que cada familia cultiva y selecciona con esmero.
A
la distancia, el dios protector Taita (Padre) Imbabura -que significa
criadero de preñadillas- permanece envuelto en su penacho de nubes. Las
papas, llegadas desde el ocre confín de los pastos, la yuca, el cuy -un
animalillo sabio que vive en Cuicocha (Laguna del cuy)- anuncian la
llegada del mediodía.
En
la tola ceremonial están depositadas las mazorcas, como un don para
estas deidades de montes que se aman y tienen hijos hasta en las
lagunas, en forma de islotes. Los danzantes han iniciado -en medio de
trajes vistosos- un nuevo círculo ante el asombro de los niños y niñas
de ojos diáfanos como las lagunas.
Todos
intercambian como hermanos: cayambis, quitus, pastos y caranquis, en
una estrategia de diversos pisos ecológicos (microverticalidad) que se
complementan: porque -a diferencia de los Andes centrales, Cusco,
regimentados por un poder estatal- la economía está determinada por
relaciones de intercambio y control de excedentes, en manos de
especialistas. Donde la naturaleza también es una deidad a la que no hay
que domarla ni explotarla y la reciprocidad es un bien común.
En
Cochicaranqui, en el actual sector de Zuleta, a 4 kilómetros de
Angochagua, este pueblo ha construido más de 150 tolas que tienen muchos
usos:
adoratorios, sitios astronómicos, viviendas y es, además, la capital de
los caranquis. El otro sitio es Socapamba, donde se levantan 60
montículos de estos pueblos (señoríos étnicos norandinos) que viven en
ayllus dispersos y han construido más de 5.000 montículos.
Es
irónico, por esa mirada colonizada que aún se tiene, los pueblos
tienden a olvidar su pasado. De allí, a la invención de la tradición,
solo hay un paso. En Otavalo, alguna élite indígena despistada se cree
descendiente de los incas, olvidándose de que son caranquis; y en Ibarra
algunos se ufanan, por poco, de ser tataranietos de Benalcázar, quien
-por cierto- era porquerizo. En Imbabura, como en el país, la historia
de los vencidos aún está por
contarse.
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