“Y el
mundo a carcajadas se burla del poeta / Y le apellida loco, demente soñador, /
¡y por el mundo vaga cantando solitario, / sus sueños en la mente, sin goces en
el alma, / llorando entre el recuerdo de su perdido amor!”. Cantaba el poeta
nicaragüense Rubén Darío.
En el
capítulo VI de El Quijote, de Miguel de Cervantes, se puede leer un hecho
prodigioso. Se reúnen el cura, el barbero, el ama de casa y la sobrina con un
propósito: quemar los libros de caballería que han trastornado la razón de don
Alonso Quijano y lo han vuelto caballero andante en busca de deshacer
entuertos. La escena se desarrolla en la biblioteca y a la pira van libros como
Historia del famoso caballero Tirante el Banco, Amadís de Gaula, Espejo de
Caballerías, entre otros. Hay un punto crucial. Después de apurar al fuego
estas obras llegan a unas que parecen inofensivas: son tratados de poesía.
“Estos
-dijo el cura- no deben ser de caballerías sino de poesía. Y abriendo uno, vio
que era La Diana, de Jorge Montemayor, y dijo, creyendo que los demás eran del
mesmo género:
-Estos no
merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán daño que los de
caballería han hecho; que son libros de entendimiento, sin perjuicio de
tercero.
-¡Ay
señor! -dijo la sobrina-. Bien los puede vuestra merced mandar quemar, como a
los demás; porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la
enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor y
andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor,
hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza”.
¿Y se
quemaron estos libros? A insistencia del cura no se quemó el mentado La Diana
sino que se le quitó “todo lo que trata sobre la sabia Felicia y el agua
encantada”. Y otros se fueron a la propia biblioteca del cura que se negó a que
fueran destruidos, como Los diez libros de Fortuna de amor, de Antonio de
Lofraso.
Fue así
que muchos libros de poesía fueron salvados como un homenaje a los versos. Pero
queda una interrogante: ¿Cómo habría sido Alonso Quijano en lugar de leer
libros de caballería sino de poesía?
Nuevamente,
el poeta Rubén Darío nos dice: “Prosigue, triste poeta, cantando tus pesares; /
con tu celeste numen sé siempre, siempre fiel”. Se me ocurre que, en verdad,
Alonso Quijano, transfigurado en Don Quijote, algo tenía de poeta. Basta leer
su amor por Dulcinea del Toboso y sus elegías. Su nombradía del Caballero de la
Triste Figura que entrega como un don a su amada estos versos: “Que nada
ignora, y es razón muy buena / Que un dios no sea cruel. Pues ¿quién ordena /
el terrible dolor que adoro y siento?”. Don Quijote parece un poeta que
anda disfrazado de caballero andante y busca entre las aspas de los molinos los
ojos de su Dulcinea.
En una de las frases del loco más famoso del mundo de
la literatura está: “La poesía tal vez se realza cantando cosas humildes”. Un
poema en homenaje al personaje lo trae León Felipe, en Vencidos: “¡Cuántas
veces, Don Quijote, por esa misma llanura, / en horas de desaliento así te miro
pasar! / ¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura / y llévame a
tu lugar…!”.
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