Según
el mito griego, Caronte conducía a las sombras de los difuntos de un
lado a otro del río Aqueronte hacia la morada del Hades. Pero había una
condición: el recién fallecido debía tener un óbolo para pagar al
temible barquero porque de lo contrario estaba condenado a vagar durante
cien años hasta que este olvidara la deuda.
De
allí que en la Grecia antigua era costumbre poner una moneda en la boca
del muerto para que pudiera abonar el metálico a ese anciano de ropajes
oscuros y antifaz. Los traidores y los suicidas no tenían esa ventura.
Esta
simbología llega en esta época de colada morada y guaguas de pan, que
también representan las ofrendas a los difuntos desde el
legado del mundo andino y su cultura del maíz. En los cementerios
indígenas aún los deudos comparten su comida y su música.
En
el libro “Atala”, del Vizconde de Chateaubriand, hay una escena
memorable dicha por el extranjero: “¡Infortunados indios, que he visto
errar por los desiertos del Nuevo Mundo con las cenizas de vuestros
abuelos! ¡Vosotros, los que me habéis dado hospitalidad a pesar de
vuestras miserias, yo no puedo devolvérosla, hoy día, porque errante
también, a merced de los hombres, soy menos dichoso en mi
destierro, pues no traje conmigo los huesos de mis padres!”.
El
poema “Coplas a la muerte de su padre”, de Jorge Manrique, desde el
siglo XV, clama: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte /
contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan
callando, / cuán presto se va el placer, / cómo, después de acordado, /
da dolor; / cómo, a nuestro parecer, / cualquier tiempo pasado / fue
mejor”.
Siempre
es doloroso enfrentarse a las tumbas de nuestros mayores, porque nos
devuelven un espejo de lo que un día seremos. De allí que el tema
“Vasija de barro” sea también un recordatorio de ese regreso a la
tierra. La primera estrofa, de Jorge Carrera Andrade, dice: “Yo quiero
que a mí me entierren / como a mis antepasados / en el vientre oscuro y
fresco / de una vasija de barro”. En un antiguo documental, el pintor
Oswaldo Guayasamín, cuya una de sus obras fue motivo de inspiración de
la canción, muestra el libro donde fue escrito este tema emblemático.
Curiosamente
las sucesivas estrofas, del mentado poeta más Hugo Alemán, Jaime
Valencia y Jorge Enrique Adoum, están borroneadas en las guardas y
contraguardas de la obra “En busca del tiempo perdido”, de Marcel
Proust. En esta época, vuelvo al poema “La lluvia”, de Borges: “…La
mojada tarde / me trae la voz, la voz deseada, / de mi padre que vuelve y
que no ha muerto”.
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