Los
seres humanos nos movemos por ritos. Aún está fresca la fiesta del carnaval,
donde -como en muchas partes del mundo- se utilizan máscaras. En estos días,
además, el mundo católico recibió la ceniza en la frente, el recuerdo de que
polvo eres y en polvo te convertirás. Llega la época de la Cuaresma, después
del desenfreno.
Para
los antiguos griegos -en su fastuosa simbología- la palabra máscara significa
persona. En su teatro, donde lo dramático era uno de los ejes, la persona se
ocultaba tras la máscara. Era, de cierta manera, otra. De allí que la máscara
tiene una carga simbólica que representa el mundo mágico-mítico. En ella, el
chamán reproduce los poderes; allí están, también, los papeles que colocan al
mundo al revés, en las fiestas de mascaradas o inocentes, como conocemos en el
país; pero están también las máscaras que nos ha entregado la cultura de masas,
reinventadas como el caso del homenaje de Iván Kaviedes a Otilino Tenorio, que
no dejó nunca de ser un niño que soñaba ser el eterno hombre araña. Y, claro,
las máscaras que nos oculta el poder y nuestra identidad, como vivimos con una
permanente careta que no muestra lo que somos.
No
olvidemos, por ejemplo, al sacha runa u hombre de la selva; aya huma o líder
para la cultura andina, presente en los sanjuanes o inti raymi o los propios
personajes de estas fiestas; además de las viudas de fin de año o los mismos
años viejos, con las máscaras que juegan con el poder (sin olvidar a las
viudas).
Lévi
Strauss nos dice que en el mundo de las máscaras se conjugan datos míticos,
funciones sociales y religiosas y expresiones plásticas; estos tres órdenes de
fenómenos, por heterogéneos que parezcan, están funcionalmente vinculados. Sin
embargo, una de las características de las máscaras es que nos recuerdan al
mundo sobrenatural, son una representación de esa magia, el recuerdo de que es
preciso proyectarnos al mundo de lo concreto.
En
esto, Lévi Strauss, nuevamente, nos acerca a sus profundidades. Dice que una
máscara no es únicamente lo que representa sino básicamente lo que transforma,
lo que elige no representar. Igual que un mito, la máscara niega tanto como
afirma; no está hecha solamente de lo que dice o cree decir, sino de lo que
excluye. Para poner un ejemplo, la viuda de los años viejos -por lo general un
hombre travestido- devela la hipocresía de las lágrimas de este personaje ante
la inminencia de la desaparición del viejo. Como a veces pasa en la vida real,
más le preocupa la herencia -en las monedas que dejan los clientes- y sus
lágrimas son falsas. Es una mascarada. La colocación de un artefacto que nos
permite inhibirnos y fingir. Pero en ese momento de colocarnos el disfraz
también tenemos, irónicamente, la posibilidad de ser libres.
Porque
si bien para la cosmovisión del mundo andino las máscaras representan lo
sobrenatural, lo propio es para el Nuevo Mundo, tan poderosamente influenciado
por la cultura occidental, venida del mundo grecorromano. Esos préstamos de
saberes, entre las dos culturas, nos hacen ser lo que ahora somos.
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