El
convento de los agustinos de Riobamba era especial en su ornato y riqueza,
debido a los grandes ingresos de esta orden religiosa que, curiosamente, había
nacido como mendicante bajo el pontificado de Inocencio IV, en 1244. Olvidados
de sus orígenes, poseían “un convento, aunque bajo muy bueno, y decente
iglesia, con alta y delgada torre que domina una pequeña placeta. Es el
convento más rico de todos, con fundación antigua de cátedras mayores, las
cuales se leyeron pocos años, y sus fundos fueron transferidos a Quito, contra
la mente del fundador”, según refería Juan de Velasco.
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El
jesuita italiano Mario Cicala le dio la razón: “El convento más grande,
majestuoso y rico es el de los agustinos, cuya comunidad es más numerosa que
ninguna otra”. Y dio una explicación: “tiene riquísimas y muy grandes rentas, y
su priorato siempre se confiere a sujetos de primera categoría y de más alta
graduación”.
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Las
rentas de los agustinos eran inmensas y esas riquezas se demostraban en el
ornato de su templo. Habían contratado, en 1630, al pintor Mateo Mexía para la
confección de doce lienzos destinados al retablo mayor.
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Pero
para la época que hacemos referencia, mediados del siglo XVIII, la urbe había
cambiado notablemente. La plaza de la Villa era el centro donde confluían actos
políticos y religiosos. En ella se cruzaban las clases sociales que acudían a
la plaza que se convertía en mercado o en tribunal, y muchas veces servía para
las grandes celebraciones, por el patrono San Pedro.
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Eso
molestaba al procurador general del convento de San Agustín, aunque se ha
perdido su nombre. Y más aún algo que no lo dejaba dormir: odiaba sinceramente
los juegos populares que se habían tomado las calles circundantes de la Plaza
Mayor.
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Los
jugadores eran mozuelos que pateaban pelotas, acaso hechas de vejigas de res o
de trapo, y era tal el espectáculo que muchas personas se quedaban prendadas
por este juego que se prolongaba en una algarabía sin fin.
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El
procurador agustino montó en cólera. Hizo un reclamo al propio Cabildo y el
proceso instaurado dice así: “Gran número de mozos de malas costumbres ha
entablado un juego de pelota con desmedro de la espiritualidad de mi convento,
pues impiden la calle con el juego de la pelota donde se aglomera mucha gente e
impide el paso a la iglesia del convento: así no dejan celebrar la misa...
además las pelotas caen en las cercas del convento y destruyen los portillos,
todo en descrédito de dicho convento…”
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Al parecer, el Cabildo no amonestó con severidad a
estos muchachos precursores del fútbol, allá en el siglo XVIII, porque estaba
ocupado en otras diversiones. Cerca de la Plaza Mayor, “donde deambulaban los
cerdos libremente, escudriñando la gran cantidad de basura”, habían proliferado
las casas de juego donde acudían “los sujetos nobles como plebeyos”. El
Cabildo, para no quedarse atrás, había arrendado un cuarto para dedicarse
también al lucrativo negocio del naipe, mientras los muchachos armaban
memorables partidos de pelota, antes de que los ingleses inventaran las reglas
del fútbol.
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