lunes, 28 de julio de 2014

Juego de pelota en 1760



El convento de los agustinos de Riobamba era especial en su ornato y riqueza, debido a los grandes ingresos de esta orden religiosa que, curiosamente, había nacido como mendicante bajo el pontificado de Inocencio IV, en 1244. Olvidados de sus orígenes, poseían “un convento, aunque bajo muy bueno, y decente iglesia, con alta y delgada torre que domina una pequeña placeta. Es el convento más rico de todos, con fundación antigua de cátedras mayores, las cuales se leyeron pocos años, y sus fundos fueron transferidos a Quito, contra la mente del fundador”, según refería Juan de Velasco.
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El jesuita italiano Mario Cicala le dio la razón: “El convento más grande, majestuoso y rico es el de los agustinos, cuya comunidad es más numerosa que ninguna otra”. Y dio una explicación: “tiene riquísimas y muy grandes rentas, y su priorato siempre se confiere a sujetos de primera categoría y de más alta graduación”.
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Las rentas de los agustinos eran inmensas y esas riquezas se demostraban en el ornato de su templo. Habían contratado, en 1630, al pintor Mateo Mexía para la confección de doce lienzos destinados al retablo mayor.
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Pero para la época que hacemos referencia, mediados del siglo XVIII, la urbe había cambiado notablemente. La plaza de la Villa era el centro donde confluían actos políticos y religiosos. En ella se cruzaban las clases sociales que acudían a la plaza que se convertía en mercado o en tribunal, y muchas veces servía para las grandes celebraciones, por el patrono San Pedro.
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Eso molestaba al procurador general del convento de San Agustín, aunque se ha perdido su nombre. Y más aún algo que no lo dejaba dormir: odiaba sinceramente los juegos populares que se habían tomado las calles circundantes de la Plaza Mayor.
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Los jugadores eran mozuelos que pateaban pelotas, acaso hechas de vejigas de res o de trapo, y era tal el espectáculo que muchas personas se quedaban prendadas por este juego que se prolongaba en una algarabía sin fin.
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El procurador agustino montó en cólera. Hizo un reclamo al propio Cabildo y el proceso instaurado dice así: “Gran número de mozos de malas costumbres ha entablado un juego de pelota con desmedro de la espiritualidad de mi convento, pues impiden la calle con el juego de la pelota donde se aglomera mucha gente e impide el paso a la iglesia del convento: así no dejan celebrar la misa... además las pelotas caen en las cercas del convento y destruyen los portillos, todo en descrédito de dicho convento…”
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Al parecer, el Cabildo no amonestó con severidad a estos muchachos precursores del fútbol, allá en el siglo XVIII, porque estaba ocupado en otras diversiones. Cerca de la Plaza Mayor, “donde deambulaban los cerdos libremente, escudriñando la gran cantidad de basura”, habían proliferado las casas de juego donde acudían “los sujetos nobles como plebeyos”. El Cabildo, para no quedarse atrás, había arrendado un cuarto para dedicarse también al lucrativo negocio del naipe, mientras los muchachos armaban memorables partidos de pelota, antes de que los ingleses inventaran las reglas del fútbol.

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