Ocho largos días de camino necesitaba Rafael Unda
Proaño para llegar y volver de Íntag, zona occidental del cantón Cotacachi, en
el primer cuarto del siglo XX. Este bosque húmedo tropical parecía recién
creado por los dioses, porque los hombres y mujeres que migraron, llevados por
una promesa de prosperidad, tuvieron al inicio que llagarse las manos para
desbrozar el monte. Plantaron cañaverales y, con el tiempo, improvisaron
rústicos trapiches. Unda adquiría las panelas envueltas en hojas para dejarlas
en consignación en Otavalo.
Mientras este arriero retornaba a su tierra de
Cotacachi era arrullado por miles de pájaros, que se escondían entre la
floresta. En medio de riachuelos existía el temor a los árboles de caracho, tan
malignos que laceraban hasta con su sombra, pero había también orquídeas que
crecían entre enormes helechos perdidos en la niebla. Unda tenía dos
pensamientos: abrazar a su mujer y, además, sentarse a la mesa con un potaje
que era un milagro: unas carnes rojas ahumadas con anterioridad, hechas cecinas
y puestas al carbón, acompañadas con las mismas yucas que él traía y el
aromático café, plantado por los colonos de la ceja de montaña.
Esta creación de Esther Moreno de Unda para su
marido, aunque en esa época no lo sabía, pasó a llamarse ‘carnes coloradas de
Cotacachi’. Eso sí lo supieron los clientes, quienes, años después, seducidos
por este prodigio, llegaban hasta la pequeña fonda donde doña Esther, como ya le
llamaban, servía este platillo junto con la chicha de jora, que es parte de un
largo proceso de fermentación que inicia cuando se tapa al maíz amarillo con
hojas de higuerilla.
Sin embargo, había una niña que -como si se tratara
del personaje de Tita en el libro Como agua para chocolate, de Laura Esquivel-
miraba todo lo concerniente a la preparación de las carnes coloradas y quería
conocer sus íntimos secretos, celosamente guardados por su madre. Era Laura,
una pequeña de ojos vivaces, semblante sereno y manos que se habían adaptado al
repulgado de las empanadas.
Porque su heredera, Laura Unda Moreno, junto a su
hija, Cinthya González, siguen la tradición. Fueron largos años frente a los
fogones de leña preservando una identidad de saberes, desde el achiote (Bixa
orellana), presente desde la época prehispánica y que también sirve para que
los tsáchilas pinten sus cabelleras, al cerdo, traído por los españoles, hasta
la salsa de queso; sin olvidar la chicha de jora, el legado de los caranquis,
los ‘Señores del Maíz’, antes de que llegaran los incas.
¿Cuál es la
receta? Está hecha a base de ‘ajos y carajos’ y tres pastillas de no me
olvides, porque acá el que no cae resbala, dice Doña Laura, mientras sonríe a
sus 71 años, porque sabe que también están sus aportes. De manera especial,
haber enlazado el turismo de Cotacachi hasta convertirlo en una simbiosis de
primero visitar los almacenes de artículos de cuero y después acudir hasta esa
delicia que su madre preparaba al marido, quien llegaba tras ocho días de penurias
en camino de mulas.
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