domingo, 20 de julio de 2014

Carnes coloradas de Cotacachi



Ocho largos días de camino necesitaba Rafael Unda Proaño para llegar y volver de Íntag, zona occidental del cantón Cotacachi, en el primer cuarto del siglo XX. Este bosque húmedo tropical parecía recién creado por los dioses, porque los hombres y mujeres que migraron, llevados por una promesa de prosperidad, tuvieron al inicio que llagarse las manos para desbrozar el monte. Plantaron cañaverales y, con el tiempo, improvisaron rústicos trapiches. Unda adquiría las panelas envueltas en hojas para dejarlas en consignación en Otavalo.

Mientras este arriero retornaba a su tierra de Cotacachi era arrullado por miles de pájaros, que se escondían entre la floresta. En medio de riachuelos existía el temor a los árboles de caracho, tan malignos que laceraban hasta con su sombra, pero había también orquídeas que crecían entre enormes helechos perdidos en la niebla. Unda tenía dos pensamientos: abrazar a su mujer y, además, sentarse a la mesa con un potaje que era un milagro: unas carnes rojas ahumadas con anterioridad, hechas cecinas y puestas al carbón, acompañadas con las mismas yucas que él traía y el aromático café, plantado por los colonos de la ceja de montaña.

Esta creación de Esther Moreno de Unda para su marido, aunque en esa época no lo sabía, pasó a llamarse ‘carnes coloradas de Cotacachi’. Eso sí lo supieron los clientes, quienes, años después, seducidos por este prodigio, llegaban hasta la pequeña fonda donde doña Esther, como ya le llamaban, servía este platillo junto con la chicha de jora, que es parte de un largo proceso de fermentación que inicia cuando se tapa al maíz amarillo con hojas de higuerilla.

Sin embargo, había una niña que -como si se tratara del personaje de Tita en el libro Como agua para chocolate, de Laura Esquivel- miraba todo lo concerniente a la preparación de las carnes coloradas y quería conocer sus íntimos secretos, celosamente guardados por su madre. Era Laura, una pequeña de ojos vivaces, semblante sereno y manos que se habían adaptado al repulgado de las empanadas.

Porque su heredera, Laura Unda Moreno, junto a su hija, Cinthya González, siguen la tradición. Fueron largos años frente a los fogones de leña preservando una identidad de saberes, desde el achiote (Bixa orellana), presente desde la época prehispánica y que también sirve para que los tsáchilas pinten sus cabelleras, al cerdo, traído por los españoles, hasta la salsa de queso; sin olvidar la chicha de jora, el legado de los caranquis, los ‘Señores del Maíz’, antes de que llegaran los incas.

¿Cuál es la receta? Está hecha a base de ‘ajos y carajos’ y tres pastillas de no me olvides, porque acá el que no cae resbala, dice Doña Laura, mientras sonríe a sus 71 años, porque sabe que también están sus aportes. De manera especial, haber enlazado el turismo de Cotacachi hasta convertirlo en una simbiosis de primero visitar los almacenes de artículos de cuero y después acudir hasta esa delicia que su madre preparaba al marido, quien llegaba tras ocho días de penurias en camino de mulas.


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