Corría el año 164 antes de Nuestra Era cuando el griego
Leónidas de Rodas se coronó campeón en las pruebas de stadion (carrera de unos
180 metros), diaulos (cerca del doble que stadion) y en la carrera del
hoplitódromo, en la que los participantes debían llevar casco, armadura y
escudo. En 154 a.C, y con 36 años, logró 12 títulos. Ese récord duró 2.168 años
de antigüedad hasta que el estadounidense Michael Phelps lo superó con 13
preseas doradas. Ahora, el ‘Tiburón de Baltimore’, como se lo conoce, tiene 23
de oro, amén del resto.
Pero no fue fácil para este extraordinario nadador. Dos
años antes había estado en un centro de rehabilitación de drogadicción y
alcoholismo, se había reconciliado con su padre Fred y, por si fuera poco, se
había casado y ahora tenía, además, otra motivación, su pequeño hijo. Aunque
ese es el lado humano, el verdadero espíritu olímpico lo mostró Phelps cuando
felicitó a su rival, quien le ganó en los 100 metros mariposa, hace una semana.
Fue Joseph Schooling, un singapurense que, curiosamente, cuando tenía 13 años
se tomó una fotografía con su ídolo (la imagen circula ampliamente por las
redes).
El lado negativo lo protagonizó el judoca egipcio El
Shehaby cuando se negó a darle la mano al deportista israelí Or Sasson, quien
poco antes le había ganado. Recibió un abucheo general porque -se supone- las
Olimpiadas son para unir a los pueblos (la saudí Joad Fahmy habría fingido una
lección con similar propósito antideportivo). Hay que ser claros: una cosa es
la posición política de un país y otra sus deportistas.
Para entenderlos, hay que volver a los orígenes. En el
libro El mundo de los griegos, Edith Hamilton señala que los helenos fueron el
primer pueblo del mundo que jugó y lo hizo en grande, en medio de concursos de
música y de danza. “Los grandes juegos -había cuatro, en temporadas fijas- eran
tan importantes que al celebrarse uno se proclamaba una tregua de Dios para que
toda Grecia pudiera acudir sin temor”. Competían por un honor tan codiciado
como ningún otro: una rama de olivo (eso era burla para los persas o egipcios).
“Un triunfador olímpico… los generales victoriosos le
cederían el lugar. Su corona de olivo era colocada al lado del premio al mejor
autor trágico”, en medio de banquetes y los versos de poetas como Píndaro. Del
otro lado del mundo no se jugaba. Un sacerdote egipcio le dijo al gran
ateniense: “Solón, Solón, todos los griegos sois como niños”.
Y cuando el esplendor de esa cultura pereció también lo
hizo esa filosofía de vida, en torno a lo lúdico. Habría que esperar 2.000
años, bajo la tenacidad del barón Pierre de Coubertin -inspirado a su vez en
Evangelos Zappas, un rico filántropo griego- cuando se creó en 1894 el Comité Olímpico
Internacional.
Grecia sigue viva cuando miramos encender el pebetero en
Río. De hecho, se trata de una simbología que recuerda el mito de Prometeo
cuando hurta el fuego a Vulcano para entregarlo a los humanos. Fue Roma la que
corrompió el espíritu heleno. Sus coronas de laurel, algunas de oro, comenzaron
a recibir también los militares por sus hazañas heroicas: matar a los enemigos.
(O)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/prometeo-y-el-tiburon-de-baltimore
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