domingo, 16 de febrero de 2025

“Sueños en la montaña”, la música telúrica de Eduardo Florencia


 



Juan Carlos Morales Mejía
Escritor e historiador


Dos temas son recurrentes en la literatura: la historia de un personaje que se va y otro que –después de muchas desventuras- regresa. Es el caso de Ulises escuchando el ulular de las sirenas mientras añora a Ítaca, bajo el influjo del lienzo de Penélope; es Don Quijote volviendo derrotado sin el amor de Dulcinea, mientras queman su biblioteca llena de espíritus hechizados, es César Dávila Andrade cantando lejos de su tierra Catedral Salvaje.

En la música –ese arte inasible porque no podemos describir el argumento- estos temas también son eternos, por eso Borges en el poema Los Justos, que habla de las personas que se ignoran y salvan al mundo, escribe: “El que agradece que en la tierra haya música”; en otra parte recuerda que el crítico austríaco Hanslick escribió que la música es una lengua que podemos usar y entender, pero que no podemos traducir y que por eso todo arte aspira a la condición de la música, como señala Walter Pater porque “La melodía, o cualquier pieza musical, es una estructura de sonidos y pausas que se desarrolla en el tiempo, una estructura que, a mi parecer, no puede dividirse. La melodía es la estructura, y a la vez las emociones de las que surgió y las emociones que suscita”, sugiere el texto Pensamiento y poesía, de Jorge Luis Borges.

Es con estos dos argumentos que es posible acercarse a la obra Sueños en la montaña - Op. 135, de Eduardo Florencia (Guayaquil, Ecuador, 1985), un pasillo –el ritmo tradicional ecuatoriano declarado junto a sus textos como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en 2021. Este neo pasillo con la impronta de un estudio para piano, es parte de un anhelo de Florencia de llevar a este ritmo, aún no conocido ampliamente, a dialogar con el mundo, de allí que se presentará en la babilónica Nueva York. El tema es además una música modal con contrapunto creativo y severo que –como se ha dicho en estas líneas- no es posible describir, aunque sabemos anecdóticamente que tiene un alto grado de dificultad para su ejecución.

Si juzgamos por el título de Sueños en la montaña - Op. 135, estaría en la mitad de la epopeya del héroe, quien siempre busca el encuentro consigo mismo bajo el esplendor de mirar al fin el paisaje porque siempre imaginamos a Zaratustra de Nietzsche encontrándose con el viejo sabio, con la certeza de los ídolos caídos o ese haiku del siglo XVII de Kobayashi Issa: “La lejana montaña / se destaca en los ojos / de la libélula”.

Pero el ritmo del pasillo, al igual que los volcanes telúricos de Ecuador que además son deidades, tiene una historia llena de resplandores. En una de sus épocas, llegó el nacionalismo musical con el propósito de recuperar lo vernáculo frente a lo visión europeizante bajo la luz del liberalismo, a inicios del siglo XX. Esto impulsaría a que la siguiente generación se abocara a darle al pasillo una característica identitaria, a la par que desde lo popular los músicos llevaran la poesía a otras lindes. Esto es vital, porque aunque el pasillo nació en los salones –se dice que Simón Bolívar, El Libertador, era un buen bailarín- pasó por la academia y lo popular y, en nuestros días, dialoga con otros ritmos, desde el jazz a la llamada música clásica, algo predecible en todas las músicas del orbe. Así, el pasillo se constituye en la música del desarraigo, de la añoranza; mientras que el pasacalle es una suerte de arraigo, del amor al terruño. Pero, como se sabe, los caminos del arte están en ruptura, aunque eso signifique –en un mundo de vértigo- volver a escuchar lo que nos decían los antiguos.

Eduardo Florencia también, en sus periplos musicales, tuvo que sortear geografías y éstas dejan su impronta. Acaso de su estudio profundo del piano, para esta obra en particular, la influencia de música clásica rusa esté presente: Serguéi Rachmaninoff, Aleksandr Skriabin o Nikolái Médtner (a veces, una sola línea de un poema ha tenido que viajar desde las figuradas y duras estepas que fueron las penurias de estos músicos nacidos en el siglo XIX hasta los páramos andinos, y ese periplo lo justifica). Por lo demás, los posrománticos rusos, de cierta manera, también padecieron la añoranza de un imperio que se desmoronaba, Rachmaninoff mismo era un aristócrata en decadencia y por eso mismo su música guarda ese último resplandor.

Sueños en la montaña - Op. 135 es una música que no trae la nostalgia, sino que desde su torbellino nos alienta a la reafirmación de este país de volcanes telúricos, algo que debió sentir, supongo, Alexander von Humboldt perdido en las nieblas del Chimborazo o ciertos párrafos del poema mayor Catedral Salvaje, de César Dávila Andrade: “Amauta poderoso / todo verdadera canción es un naufragio”. Porque así es la música, inasible y cada oyente le confiere sus propios símbolos. No es casual que Florencia, hace poco, estrenó el poema sinfónico “De frailejones y cóndores” - Op. 76, y que cuente entre sus maestros y amigo como es Gerardo Guevara quien nos legara la memorable pieza música El Espantapájaros. Ya vendrá para este joven Florencia, compositor residente de Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador (OSNE), nuevos desafíos en su viaje para desentrañar del país profundo para que el pasillo sea más cósmico. “Para hablar bien del Universo, solo precisas hablar bien de tu propia aldea”, sentenciaba León Tolstói.

Como dijo Schopenhauer, la música no es algo que se agrega al mundo; la música ya es un mundo, nos recuerda otra vez Borges, quien compuso letras para milongas en su poemario Para las seis cuerdas. De esas polifonías esta hecha la obra de Florencia, y precisamente su signo cosmopolita (no hay que olvidar a sus ancestros sefardíes) hace que sus pasillos puedan ser escuchados por quienes, como dice el poema, agradezcamos por la música. Con el tiempo, su música burlará a los aduaneros de la crítica cuando este mundo que nos ha tocado vivir asista a la disolución de las fronteras. 
 
 
 

 
 
"Concierto del 16 de febrero de 2025 con la Orquesta Sinfónica Académica de Tomsk Rusia. 
Transmisión y grabación audio y video por la Sociedad Filarmónica Estatal Regional de Tomsk."
 

 


miércoles, 29 de enero de 2025

martes, 14 de enero de 2025

La Capilla de Cantuña, 2025/01/14





A veces, la mitología está basada en hechos reales, como el famosísimo pacto con el diablo, en la época colonial. Así, Francisco Cantuña Pillapaña, nació en Sangolquí, alrededor de 1629 y murió en 1701, que produjo múltiples versiones del mito más conocido del país.
 
Susan Webster señala: “El maestro herrero indígena Cantuña vivió una larga vida que combinó éxitos profesionales y devociones piadosas, con tragedias familiares. El Cantuña del siglo XVII era un renombrado maestro herrero y cerrajero quien llegó a poseer prestigio social, riquezas abundantes y extensos bienes muebles”.
 
Cantuña, quien vivía en las prestigiosas calles Chile y Mideros, fue benefactor de la capilla dedicada a la Virgen de los Dolores, en la parte sur de San Francisco, aunque antes se llamaba de la Vera Cruz de los Naturales, pero que afortunadamente el pueblo, en sus disputas de las nomenclaturas, terminó llamándola Capilla de Cantuña.
 
Sabemos por el testamento de 1699 que poseía dos casas de alto, con seis tiendas y trastiendas, en el barrio de La Merced entre otras propiedades, con un estimado de bienes por 6.000 pesos, una fortuna para la época donde un herrero promedio ganaba 90 pesos al año, es decir comparativamente 66 años aproximadamente de la vida de alguien del gremio.
 
En esta imagen en la capilla, el historiador Juan Carlos Morales Mejía, quien ha seguido la pista de este personaje y –al fin tras siete años- da por concluida una investigación que incluye el sitio donde falta la última piedra.